PhD. Rodrigo Ignacio Berríos Rojas
Académico y miembro de la Sociedad Española de Pedagogía (SEP).
A días de la primavera, la ciudad comienza a florecer con una energía especial.
Los árboles brotan, el aire huele a petricor y pasto recién cortado. Las plazas retoman su vida con personas dispuestas tomar sol.
Hay una alegría sutil, casi infantil que recorre las calles. Todo invita a ser y sentir algo más allá de lo habitual. En medio del colorido, me enfrento a una verdad incómoda: no sé amar.
Desde pequeños nos enseñan a compartir -abrazos, juguetes- como si eso bastara para comprender el amor. Nadie nos prepara para una complejidad emocional; nadie dice que amar es respetar, comprender, escuchar, sostener y muchas veces, soltar.
No saber amar es una dificultad, vivirlo sin dañar a otro o a uno mismo. Puede ser miedo, traumas, vínculos fallidos o simplemente algo emocional deficiente.
He intentado amar como creí: intensidad, sacrificio, entrega, pensando que los celos eran señal de interés, que sufrir valía la pena y me equivoqué, me perdí en tus necesidades creyendo que eso era amor. Pero en realidad era miedo al vacío.
Y lo intento. He seguido todas las recetas, he abierto perfiles redactando mensajes chistosos, he conversado en cafés, me he empapado de teoría sentado en el diván de terapia; pero al llegar al torbellino del amor, lo que emerge es nostalgia por lo incierto, quizás por un sentimiento que no conozco y que al parecer nunca existió, ya que las películas románticas distorsionaron la idea del amor con su mágica fantasía que te envuelve en una trampa.
Nos convencieron que amar es encontrar “tu otra mitad”, cuando en realidad debíamos buscar ser únicos antes de compartirnos. Amar no debería doler, tampoco una batalla entre certeza, inseguridad y ansiedad.
Quizás el error no radique en la incapacidad de amar, sino en cómo lo imaginamos. Amar no consiste en encontrar a “la persona perfecta”, amar puede ser que aprendamos a ser la persona correcta para alguien.
Hay quienes saben amar y los admiro –son un poco raros- son personas que han trabajado en sí mismas. Yo, en cambio, he tenido que desarmarme para reconocer que tengo heridas que contaminan, que mis expectativas son enemigos del amor genuino.
Quizás el problema no es el amor, puede ser la forma en que nos relacionamos con él.
Vivimos aturdidos por el consumo, contaminado emociones. Todo es desechable: teléfono, ropa, relaciones; y si algo falla, no se repara, se reemplaza. Bajo ese prisma, incluso el amor se torna fugaz -con fecha de vencimiento-.
No sé amar es un acto de humildad. Aceptar que el amor no es perfecto, que necesita práctica -error y corrección-. Que implica voluntad constante; que es una responsabilidad, no un juego.
La primavera desafía la narrativa, su carga simbólica parece contradecir esa lógica. Es cuando las mariposas en el estómago y los poetas nos dan historias entre pétalos flotando en el viento mientras invade el desconcierto: ¿Cómo se llega a amar sin sospecha, sin cálculo, sin miedo?
A pesar de lo hermoso, algo en mí sigue resistiendo. Me convertí en un experto en levantar muros emocionales. Entre sarcasmo y distancia, aseguro que nadie logre descifrar lo que siento.
Me asusta el compromiso, me agobia la cercanía, no quiero ser o estar vulnerable. La conclusión es clara: la primavera y el amor no son lo mío o seguramente no sé amar.
La temporada está ahí, a unas semanas, presentándose como una provocación. Todo florece sin cuestionar si vale la pena. ¿Será que el ciclo natural insiste en repetirse incluso cuando hemos dejado de creer?.
Sin duda el primer paso para aprender a amar es aceptar que nos duele y enfrentar nuestros miedos. Incluso, al parecer, es sencillo: “mirar a otro sin nuestras expectativas y con humildad decir: no sé amar, pero quiero intentarlo”.
Y vuelvo a recordar la misma sensación de orfandad emocional. ¿Cómo sostener vínculos si huimos cuando se vuelve real?.
Al final terminamos navegando en encuentros temporales y vacíos aunque el calendario diga que es primavera.
¿Y si comienzo por algo?: una conversación honesta, un abrazo sin segundas intenciones, una renuncia al control, un acto cotidiano de presencia – presente.
La primavera no es una obligación de alegría, pero si invita a detenernos, observar y descubrir lo simple sin forzar. Reconciliarnos con nuestras heridas, dejar de buscar historias perfectas y permitir que entre un poco de luz del sol.
Repito una y otra vez: Llega la primavera y no sé amar – pero estoy dispuesto a intentarlo.