Antonieta Muñoz Quilaqueo, profesora en Educación Técnico Profesional – Universidad Austral de Chile, candidata a Magíster en Políticas y Gestión Educacional – Universidad de Talca y miembro del Comité de Educación en FEGACH.
Formando técnicos capaces de convivir con la tecnología, destacando en lo que ninguna máquina podrá reemplazar: creatividad, ética y sentido social.
Hablar de inteligencia artificial ya no es imaginación, sino observar lo que ocurre: robots que cocinan, programas que organizan rutas, sistemas que analizan datos en segundos. Estas herramientas dejaron de ser novedad para instalarse en la vida cotidiana. Con ellas, los oficios se transforman a una velocidad que interpela directamente a la educación técnico-profesional.
La pregunta es inevitable: ¿cómo preparar a los jóvenes para un mundo donde muchas tareas serán automatizadas? La respuesta no está en competir con las máquinas, porque esa carrera está perdida desde el inicio. Lo que necesitamos es formar personas que destaquen en lo que ningún algoritmo puede imitar: pensamiento crítico, creatividad, criterio ético y trabajo colaborativo con empatía.
Los ejemplos son claros. En gastronomía, un robot puede freír o amasar, pero nunca rescatar la memoria cultural de una receta transmitida por generaciones. En logística, un software diseña rutas perfectas, pero aún hace falta un técnico que enfrente lo inesperado en terreno. La tecnología cambia procesos, pero no reemplaza la esencia de los oficios. En este escenario, el rol docente es clave. Enseñar técnicas sigue siendo importante, pero no basta. Hoy se requiere acompañar a los estudiantes en la construcción de capacidades para aprender toda la vida. Eso significa formar jóvenes adaptables, críticos y conscientes, capaces de preguntarse no solo cómo hacer algo, sino también por qué y para quién lo hacen. El aula y el taller deben ser espacios donde la tecnología sea herramienta y, al mismo tiempo, objeto de reflexión sobre su impacto en la cultura, la comunidad y el medio ambiente.
La inteligencia artificial no debe verse solo como amenaza, sino como oportunidad para repensar qué significa ser técnico en el siglo XXI. La ETP tiene la misión de formar jóvenes capaces de liderar la innovación sin perder de vista lo humano ni lo comunitario. Esa combinación permitirá que la tecnología sume, y no reste, en la construcción de una sociedad más justa. Para lograrlo, se requieren instituciones con visión de futuro, docentes capaces de guiar procesos de cambio y estudiantes que comprendan que su aprendizaje no termina con un título, sino que se prolonga en la vida profesional y ciudadana. El desafío no es solo técnico, es también cultural y social, pues implica repensar la manera en que trabajamos y nos relacionamos con nuestro entorno.
Conviene recordarlo: las máquinas podrán ejecutar tareas con precisión, pero no decidir con responsabilidad social. Podrán calcular, pero no comprender. Podrán producir en serie, pero no crear comunidad. El futuro de la educación técnico-profesional no se decide en los robots que llegan a los talleres, sino en los estudiantes que aprenden a darles dirección. Allí está nuestra misión como educadores: acompañarlos para que convivan con la tecnología sin perder su humanidad, que la usen con criterio y la pongan al servicio de la vida en común. Esa es la diferencia entre un técnico entrenado y un profesional que entiende el sentido de lo que hace.
En un mundo cada vez más automatizado, formar técnicos significa, más que nunca, formar personas. Y esa sigue siendo la tarea más noble: asegurar que el progreso no nos haga olvidar quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde queremos caminar juntos como sociedad. La tecnología cambia, se acelera y sorprende, pero la responsabilidad de orientar su uso sigue siendo humana, profundamente humana.