Diego Palomo. Abogado y académico de la Universidad de Talca.
La política chilena de hoy parece haber encontrado su zona de confort en los “ismos”. Progresismo, conservadurismo, populismo, neoliberalismo, feminismo, nacionalismo, neofascismo, entre otros, se han convertido en etiquetas que simplifican el debate, encapsulan identidades y, en muchos casos, evitan el esfuerzo de pensar soluciones complejas para problemas, huelga apuntarlo, complejos. Se habla mucho de modelos, de principios y de símbolos, pero poco de gestión concreta, planificación y acuerdos de largo plazo.
El gran problema no es la existencia de estos “ismos”, sino su uso como trincheras desde las cuales se dispara al adversario sin la más mínima intención de construir. En lugar de asumir los desafíos urgentes de Chile con un mínimo de pragmatismo, los distintos sectores políticos parecen más preocupados de reafirmar su pertenencia a una corriente ideológica que de resolver las necesidades de la ciudadanía. Mientras tanto, la promesa de avanzar hacia un Estado social de derecho sigue siendo, en gran medida, una consigna tristemente vacía.
La educación pública sigue estancada, por más maquillaje que se use, en debates superficiales que no abordan su seria crisis de calidad y segregación. La salud avanza con meros parches que no resuelven las listas de espera ni la insuficiencia de especialistas, donde ni el Auge se impone en la realidad. Las pensiones son (y seguirá siendo por muchos años más) un problema estructural que se arrastra enquistado y dilata en medio de discursos claramente prefabricados sobre la propiedad de los fondos. En cada una de estas áreas, la política pequeñita de cada día se enreda en discusiones identitarias y tácticas electorales, sin la voluntad de tomar decisiones realmente de fondo.
El progresismo chileno, por ejemplo, ha caído en una verdadera obsesión simbólica que no pocas veces lo aleja de las urgencias sociales. En su afán por transformar el lenguaje y los marcos de interpretación de la realidad, ha descuidado la implementación de políticas concretas que mejoren efectivamente la vida de las personas. Del otro lado, el conservadurismo criollo ha optado por la estrategia de la negación (ni la sal ni el agua), reduciendo todo cambio a una amenaza y bloqueando cualquier avance con una retórica del miedo que tampoco ofrece alternativas viables a la ciudadanía.
El populismo, desde luego, ha encontrado un terreno fértil en este escenario. Con una institucionalidad muy debilitada y una ciudadanía derechamente desencantada, las respuestas simplistas y las promesas inmediatas ganan terreno. Se fomenta y refuerza la desconfianza en el Estado, pero al mismo tiempo se exige que éste resuelva todo con inmediatez. Se critica el gasto público, pero se demanda que cada crisis se resuelva con más transferencias y subsidios. Se repudia la política tradicional, pero se aplaude a quienes la instrumentalizan con mayor descaro. El mundo al revés.
En este contexto, el objetivo de construir un Estado social de derecho parece cada vez más lejano. Se necesita una reforma tributaria estructural, pero por cierto nadie quiere pagar el costo político de impulsarla. Se requiere modernizar la administración pública, pero cualquier intento de mayor eficiencia se enfrenta a la resistencia corporativa. Se habla de derechos sociales, pero sin un modelo claro de financiamiento y sostenibilidad en el tiempo. Pues bien, sin acuerdos serios, la promesa de un Estado garante de bienestar seguirá siendo solo eso: una promesa.
Chile necesita menos discursos sobre identidades y más debates sobre políticas públicas efectivas. Necesita reformas bien diseñadas, capaces de sostenerse en el tiempo más allá de un ciclo electoral. Necesita políticos dispuestos a perder popularidad en el corto plazo para generar cambios reales en el largo plazo. Pero mientras los “ismos” sigan dominando la agenda, es poco probable que esto suceda.
En definitiva, si la política chilena no abandona la comodidad de las consignas y asume con seriedad los desafíos de gobernar, la construcción de un Estado social de derecho será solo otro capítulo de nuestra larga y ya triste historia de oportunidades desperdiciadas.