PhD. Rodrigo Ignacio Berrios Rojas. Académico y miembro de la Sociedad Española de Pedagogía (SEP).
En cualquier sociedad democrática que aspire al progreso, las aulas deberían ser el corazón del pensamiento crítico, el diálogo respetuoso, la reflexión informada y la exploración libre de ideas. Sin embargo, lo ocurrido el 6 de agosto de 2025 en el Liceo de Limache sacudió esta premisa.
Un acto puntual, “un profesor pierde el control tras escuchar que unos estudiantes defendían la figura de Augusto Pinochet” expuso una grieta y problemática vigente en torno al rol docente: ¿es el maestro un guía que facilita el aprendizaje o un juez que impone verdades absolutas?
Todo comenzó como una jornada aparentemente rutinaria en la clase de Lenguaje, pero no tardó en transformarse en un torbellino emocional. En medio de una discusión, un estudiante expresó controversialmente que “el mejor presidente de Chile fue Augusto Pinochet”. Esta frase inflamó el ambiente que exploto en una sucesión de discusiones.
El profesor, visiblemente afectado y alterado, no contuvo su rabia y recurrió a los gritos: “¡Cállate, cállate, te dije!”, ordenó agresivamente, seguido por una reprimenda más amplia que incluyó a otros estudiantes que intentaron intervenir. Su mensaje final fue contundente: “No estoy hablando contigo, también te callas, cállate, no te metas”; sentenció.
Bajo esta capa de tensión, quedó claro que el asunto trascendía la simple disciplina en el aula. El profesor, en entrevistas posteriores, admitió que su reacción estuvo alimentada por el dolor personal: “ya que tengo familiares víctimas de desapariciones forzadas durante la dictadura. Aunque su sufrimiento resulta entendible desde una perspectiva humana, trasladar esa carga emocional a un espacio educativo convirtió su “defensa personal” en un acto profundamente autoritario disfrazado de autoridad moral.
El impacto del suceso no tardó en desencadenar medidas institucionales. Luciano Valenzuela, alcalde de Limache, activó los protocolos y apartó al docente de sus labores pedagogas. Paralelamente, la Fiscalía inició una investigación por trato degradante hacia menores de edad.
Por su parte, el ministro de Educación Nicolás Cataldo, reiteró que la acción es inaceptable y que ningún contexto justifica que un profesor trate de esa manera a sus estudiantes. Afirmando “que la pedagogía cuenta con herramientas infinitamente más constructivas que imponer silencio y que el primer deber de un educador es respetar incluso aquellas voces que desafían su perspectiva”.
Las aulas por su excelencia, deben ser templos del libre pensamiento, debatiendo ideas argumentadas que fluyen con rigor, respeto y curiosidad. Cuando un profesor o profesora asume o actúa como juez enseñando a temer más que razonar, ingresamos a una calle sin salida perdiendo lo fundamental del ser, “el miedo es más poderoso que la razón”.
En este caso, no solo censuró una opinión polémica; apagó la posibilidad de descubrimiento, exploración, argumentación y comprensión desde un análisis colectivo. ¿Puede haber estudiantes desinformados o con visiones controvertidas? Absolutamente. ¿Debe el aula operar como un tribunal implacable? Obviamente no.
El episodio deja una lección para la educación: “la intolerancia disfrazada de firmeza no fue, no es y no será el camino. De nada sirven los discursos, las buenas intenciones o las estadísticas si la cotidianeidad en clases muestra lo contrario. Cuando un profesor o profesora recurre a los gritos para corregir ante lo que percibe como un error; falla en lo esencial: “educar es enseñar desde el entendimiento y no impone desde el resentimiento”.
No se trata de borrar o minimizar el dolor legítimo del profesor; eso no es discutible ya que las cicatrices históricas son reales y humanas. Sin embargo, en pedagogía es indispensable que lo personal no influya en lo profesional. Una sala de clases no puede convertirse en escenario para desahogar heridas generacionales o conflictos individuales del pasado o presente. La figura del profesor exige algo desafiante: armonizar su humanidad con la capacidad profesional para guiar incluso en los momentos más difíciles (no es fácil, pero es indispensable).
Gritar no educa; silencia. Y si hay algo que la sociedad necesita aprender, es cómo confrontar ideas distintas sin ser aplastados por quienes tienen más poder. Por lo tanto el desafío está en ayudar a los estudiantes a confrontar ideas dolorosas, donde florecen las mentes críticas capaces de manejar desacuerdos desde la reflexión.
Pero este episodio trasciende los muros del Liceo de Limache y nos convoca a reflexionar: ¿cómo estamos formando ciudadanos capaces de presentar diálogos constructivos? ¿Hasta qué punto permitimos que las heridas personales legitimen o justifiquen comportamientos indebidos? La respuesta no es simple, sin embargo: los procesos educativos debe ser un espacio seguro, plural, de aprendizaje, de reflexión conjunta donde el respeto y el diálogo tienen que prevalecer incluso frente a vivencias dolorosas.
Aceptar opiniones opuestas no equivale a relativizar la historia ni justificar atrocidades: es, más bien, la esencia misma de la convivencia civilizada. Enseñar desde la historia, ayudando
El respeto a la opinión, incluso la que nos duele, no es relativismo histórico: es convivir civilizadamente con los demás. Enseñar a dialogar es más valioso que condenar sin escuchar.
Si un profesor o profesora falla en eso, merece acompañamiento para sanar y reeducarse desde el respeto, “más que una sanción o ser apuntado con el dedo de la justicia social”.
El suceso no debe verse como un acto aislado, sino como un espejo que nos vuelve a preguntar el valor de escuchar, la dignidad, la separación entre lo personal y profesional.
La pedagogía no silencia, escucha.
La pedagogía no silencia, libera.
La pedagogía no silencia, desarrolla el pensamiento crítico.
La pedagogía no silencia, promueve la participación activa.
La pedagogía no silencia, invita a construir saberes con respeto.
La pedagogía no silencia, siembra libertad.
La pedagogía no silencia, transforma.